Cuando el «Alma» se defiende

 

 

Dolores… Malestar… Náuseas… Mareos…

Ya hemos visto en otras ocasiones cómo diferentes trastornos emocionales (ansiedad, estrés, angustia, etc.) suelen conllevar la aparición de una sintomatología física o funcional que altera, por sí misma, el desarrollo de la conducta normal de una persona.

Y estos síntomas, que tienen más incidencia en el caso de los niños que en el de los adultos, suponen una perturbación en el funcionamiento de un órgano cuando no hay una causa de tipo físico que la explique.

Entre los diversos trastornos psicosomáticos que pueden presentarse especialmente en los niños, encontramos los siguientes: Alteraciones del sueño; convulsiones; trastornos de tipo alimentario (anorexia, bulimia, ausencia de masticación…); trastornos digestivos (vómitos, cólicos, dolores abdominales…); trastornos de esfínteres (enuresis, encopresis…); trastornos respiratorios (asma); trastornos cutáneos (eccemas, urticaria, alopecia…), etc.

Y ante semejante abanico de posibles disfunciones, cabría preguntarse hasta qué extremos puede llegar el componente psíquico de una persona o, como algunos autores señalan, el poder de la mente.

Por supuesto, la mayoría de estos problemas no están provocados conscientemente…

Y ahí está, precisamente, el problema.

A nadie le gusta sufrir de insomnio, o ver su piel invadida por unas manchas rojizas que, además de antiestéticas, producen unos picores o unos escozores insoportables.

Pero esto, aunque parezca contradictorio, es una suerte; porque significa que su mente o su alma no se callan ante una situación que consideran dañina.

Es difícil en cuatro líneas tratar de explicar cómo el cerebro, auténtico motor tanto de la vida consciente como de la inconsciente de una persona, se rebela ante los estímulos que le agreden.

Pero de la misma forma que, ante una invasión vírica, nuestro organismo pone en marcha una serie de estrategias, que llamamos síntomas, y que nos indican que se ha producido tal o cual infección, lo que, por otro lado, nos empuja a combatirla, así también nuestra mente se sirve de toda una serie de manifestaciones para comunicarnos que el equilibrio psicológico se halla amenazado por tal o cual motivo y que tenemos que hacer algo al respecto.

Y como nuestra mente no cuenta con elementos visibles para mostrarse o para hablarnos de lo que está ocurriendo, tiene que echar mano de lo más inmediato que es el cuerpo que la cobija y que, a la vez, funciona porque ella quiere que funcione.

Todas estas manifestaciones del alma de una persona, y muy especialmente en el caso de los niños, son síntomas o signos que aparecen incluso, en muchos casos, de forma muy espectacular para indicar que hay un conflicto interno importante; y el intento de suprimirlos, con tal o cual medicina, sin tener en cuenta lo que los produce, puede ocasionar un aumento indeseado de los mismos; puede provocar la sustitución de éstos por otros síntomas o, en el peor de los casos, el desarrollo de un desequilibrio que complique aún más el normal y deseable funcionamiento psíquico del individuo.

Y no es que quiera ponerme melodramática… o trágica, pero es que… desgraciadamente, es así.

Así que, si observas que, por ejemplo, tu hijo de ocho años se queja de algún dolor cada vez que tiene que ir al colegio; o si vomita el desayuno; o si parece demasiado cansado, y el pediatra te ha dicho que su salud es buena… es que ha llegado la hora de consultar al psicólogo.

No pierdas tiempo.

 

 

 

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