Y siguiendo con el mismo tema de las dos Entradas anteriores, fíjate dónde empezamos y hasta dónde hemos llegado…
Porque es cierto que, algunas veces, nos hemos encontrado con una de esas personas que van de gallitos… que hacen lo posible y lo imposible por destacar entre los demás… o que adoptan una actitud «terriblemente adorable», tratando de demostrar que son capaces de «llevarse de calle al personal» con su encantadora presencia.
De entrada, podemos pensar que realmente SON ASÍ, que no fingen nada, que se muestran completamente espontáneos.
Y como, en principio, no sospechamos lo que puede haber en su «fondo», en esos primeros momentos, consiguen su propósito de disimular ese sentimiento de inferioridad que les corroe…
Y podemos llegar, incluso, a tenerles envidia por esa simpatía que derrochan o por esa valentía de la que hacen gala.
Sin embargo, esta actitud de magistral fingimiento, tiene dos matices importantes: por un lado, como hemos visto ya, se trataría de un desafío. Pero por otro lado es, sin lugar a dudas, una súplica.
Están pidiendo ayuda a gritos, sólo que la expresión elegida para hacerlo ni es la más adecuada, ni va a tener las consecuencias que ellos quisieran… Porque, pasado el deslumbramiento inicial ante ese encanto, toda esa pose empieza a generar precisamente aquello que ellos tanto temen: el Rechazo.
Porque uno termina por darse cuenta de que tan gran despliegue de excelencias no puede ser real, de que resulta demasiado exagerado… Y concluye que, sin lugar a dudas, detrás de eso debe haber algo más…
Porque si no fuera así, no se explicaría una conducta tan invariablemente encantadora bajo cualquier circunstancia.
Porque todos sabemos que lo más natural es que uno se muestre alegre o triste, valiente o cobarde según las distintas situaciones que presenta la vida.
Por eso, nos empieza a resultar cuando menos sospechosa tan «maravillosa» uniformidad en la actitud y en la conducta.
¿Qué ocurre entonces?… Lo más lógico…
A nada que se escarbe un poco en las primeras capas de la intimidad de esa persona, es fácil darse cuenta de lo que está tratando de ocultar. Entre otras cosas, porque las posturas fingidas son muy difíciles de mantener y exigen un gran esfuerzo psicológico al individuo…
Y por otra parte, porque esa intimidad es, aunque ni siquiera se den cuenta, aprovechada por ellos mismos para liberar tensiones y para sincerarse con ese otro y con su propio Yo, dejando que salga a flote lo que teme y lo que quisiera superar.
Y es aquí, en este punto, cuando descubren esa otra forma, sin duda más directa y por eso mismo más efectiva, de pedir ayuda.
Porque sólo enfrentándonos a nuestros problemas, sólo exponiendo nuestros miedos y nuestras inseguridades, sólo reconociendo lo que tanto empeño pusimos en disimular, es más fácil que nos comprendan y que nos ayuden a solucionarlo… si pueden…
… O que directamente nos den el teléfono de ese psicólogo que tenemos ahí mismo… al otro lado de la calle.