Archivo por meses: abril 2014

¿Jubilosa Jubilación? (I)

 

 

Bueno… Empecemos por el principio:

Jubilar viene de Júbilo… Y Júbilo significa alegría. Sin embargo, parece que la vida cotidiana está empeñada en demostrarnos lo contrario.

Podríamos pensar que la Jubilación ciertamente es esa puerta hacia un nuevo período de la vida en el cual, lo más lógico, sería sentirse feliz; entre otras cosas, por la certeza de saber que se dispone de todo el tiempo del mundo para hacer lo que uno quiera.

Pero es precisamente esa conciencia de tener todo el tiempo del mundo, sin saber realmente qué hacer con él; y a la vez, la percepción del poco tiempo que queda de vida, lo que va minando el estado de ánimo de una persona, hasta que se instala la idea de la inutilidad y de que «a estas alturas» ya nada merece la pena.

Es frecuente ver, en nuestras calles, a hombres jubilados que, a falta de otra cosa que hacer, pasan las horas sentados en los bancos o paseando, conversando con otros que están en su misma situación. Y lo que más llama la atención es verlos con la cabeza baja, mirando al suelo, mientras desgranan monólogos compartidos con otros que, a su vez, desgranan sus propios monólogos.

Y digo concretamente «hombres jubilados» porque es en este momento de la vida donde más diferencia encontramos entre los hombres y las mujeres.

Ya que nosotras, llegando a nuestra jubilación, y casi por instinto, tenemos más facilidad para llenar las horas del día, ocupándonos de las tareas de la casa o haciendo pequeñas labores que sirven más para entretener que para otra cosa. Porque, por educación y por cultura, las mujeres parece que estamos más predispuestas para esas ocupaciones domésticas, en las cuales, también es cierto, nunca llega la Jubilación.

Sin embargo, en el caso de los hombres, y también por predisposición socio-cultural, es más inusual ocuparse con estos «rellenos domésticos». Lo que hace que se encuentren con todo un día, y una semana, y un mes, y otro mes…, por delante, sin nada concreto que hacer.

Claro que todo esto no ocurre de la noche a la mañana. El proceso, descrito brevemente, sería el siguiente:

Llega el día de la Jubilación y parece que uno respira profundamente y descansa. Han sido muchos años trabajando, madrugando (o trasnochando, que también) y esforzándose por mantenerse al pie del cañón para hacer frente a las responsabilidades.

Así que, después de todo esto, uno dice que «ya está bien», que «ya va siendo hora de tener tiempo para ocuparse de uno mismo».

Además, en estos primeros momentos de la deseada Jubilación, el tiempo se pasa rápidamente yendo de acá para allá, arreglando papeles para cobrar la pensión, o tratando de organizar un poco las cosas para empezar esa nueva vida.

Pero pasado todo este ajetreo inicial, ese Jubilado se despierta una mañana y se da cuenta de que… ¡vaya faena!… lo ha hecho a la misma hora que cuando tenía que ir a trabajar y ni siquiera había puesto el despertador. Eso, de entrada, sienta mal, porque es como si el propio cuerpo se rebelase ante el nuevo horario y ante las nuevas condiciones, y no quisiera abandonar su rutina laboral.

Una vez despierto, no es lo malo no poder volver a dormirse. Lo malo es empezar a pensar «¿qué hago yo hoy?»

Y si bien puede surgir algo por ahí, como alguna chapucilla casera, o algún «encarguito ocasional»… a continuación surge la gran pregunta «¿Y DESPUÉS QUÉ?»…

Pues aquí lo dejo por hoy…

Seguimos el próximo día…

Esa Imposible Compañera llamada Soledad

 

 

Al pretender hablar de un tema tan corriente, en apariencia, como es éste, podéis pensar, incluso antes de empezar, que el título es tan obvio que no merece la pena perder el tiempo con ello.

Sin embargo, por mucho que se utilice esta palabra, uno no se llega a imaginar toda la amargura, tristeza o desengaño que pueden esconderse tras sus letras.

Hoy quizá me enrolle un poco más de lo acostumbrado; pero creo que merece la pena… Sólo espero que, si llegas hasta el punto final, tú pienses lo mismo.

Los seres humanos «estamos hechos» para vivir en Sociedad… o sea, en Compañía.

Tal es así que la inmensa mayoría de nuestras manifestaciones emocionales o conductuales las realizamos en función de los demás; en función de lo que puedan pensar; en función de lo que puedan hacer o decir, o como consecuencia de ello.

Cómo será que, hasta la misma palabra Soledad, quiere decir «estar sin la compañía de los demás».

Sin embargo, tras estos comentarios iniciales, tengo que detenerme en dos aspectos de la Soledad, que alteran sensiblemente su concepción y sus consecuencias.

En primer lugar tenemos el hecho de «estar solo», donde el verbo estar nos indica algo ocasional, transitorio, que no va más allá de la pura anécdota y que, por tanto, no suele afectar, en condiciones normales, a la persona que está así.

Pero hay un segundo aspecto, más peliagudo y, en la mayoría de los casos, con unas implicaciones que pueden desestabilizar la personalidad de quien lo sufre. Me estoy refiriendo a la cuestión de «sentirse solo».

Mientras que el «estar» hace mención sólo a circunstancias externas y, como vimos antes, ocasionales, el «sentirse» nos habla de algo interno, íntimo, emocional y, por tanto, influyente de manera decisiva sobre nosotros.

Porque en el mismo instante en que una persona empieza a «sentirse» sola, se pone en marcha una compleja red de mecanismos psicológicos, mayoritariamente negativos, que van desde la autocompasión, a la autorrecriminación;  y desde la autominusvaloración, hasta la autoagresión…

Es decir, esa persona sufre y como siente que se está haciendo sufrir a sí misma, su pensamiento lógico la lleva a verse como su peor enemigo. Y decidme ¿qué cosa puede haber peor que tener al enemigo metido ya no en la propia casa, sino dentro de nosotros mismos?

¿Pero por qué una persona puede llegar a sentirse sola?

Quizá, en algunos casos muy concretos, todo haya empezado por un problema de Inseguridad.

Cuando se tiene el convencimiento de que todo se hace mal, de que cualquiera es mejor y hace todo mejor que uno, esa persona, quizá para defenderse, se repliega en sí misma; piensa que si no habla, si no hace nada, estará a salvo de meter la pata y evitará así las críticas de los demás.

El caso es que, a medida que va pasando el tiempo, ese repliegue se ha hecho tan pronunciado que, al centrarse únicamente en sí mismo, se hacen más evidentes los propios defectos y, en consecuencia, esa persona piensa que no puede imponer su presencia a los demás, porque sólo sería un estorbo para ellos.

Empieza así la autocompasión y, dentro de esa misma lógica, el hecho de no querer estar con los demás, para no compararse con ellos, pasa a convertirse en la idea de que los demás «pasan de mí» y nos dejan a un lado porque no valemos para nada.

De ahí, al sufrimiento por esa Soledad que ha sido Autoimpuesta, no hay más que un paso. Y ese sufrimiento puede degenerar en una angustia o en una amargura que va minando poco a poco la salud emocional del individuo y haciendo que éste se sienta cada vez más despersonalizado; o sea, menos persona, menos digno y, por eso mismo, menos merecedor del derecho a la vida.

Por otro lado, hay otro tipo de Soledad, No Autoimpuesta, que convierte a quien la sufre en una «víctima inocente» de las circunstancias.

Me refiero a la que se produce como consecuencia de la pérdida o el abandono de seres queridos; de esas otras personas con las que se han compartido muchas cosas, hasta el punto de llenar una vida y que, de pronto, por unas razones o por otras, uno se ve privado de su compañía.

Se origina así una profunda sensación de vacío, que resulta tan incomprensible como dolorosa… Y es más dolorosa aún, cuanto más incomprensible es.

Además, las cosas se complican especialmente a medida que se instala en esa persona el desengaño por lo que se esperaba que fuera y no fue… o por lo que se imaginaba duradero y no duró…

Y cuanta más edad tiene la víctima de esta Soledad, mayor es el sufrimiento…  porque piensa que ya no hay tiempo para intentar llenar ese hueco… por la sinrazón de la pérdida, después de haberlo dado todo… por el dolor que supone la idea de que ya no queda nada más que esperar a que todo acabe definitivamente y cuanto antes.

Todo esto y muchas más situaciones y conclusiones que se pudieran derivar de ello, nos llevan a plantear la conveniencia de intentar buscar los medios para salir de ese pozo que, con el tiempo, se va convirtiendo en un auténtico Agujero Negro.

Si estás empezando a sentirte solo, no te conformes con la Soledad, pensando que es algo inevitable.

Y desde luego, ni mucho menos, debes resignarte a ser un sufridor de por vida («porque esto es lo que me ha tocado en suerte«).

No es lógico… No es sano… Y, bajo ningún concepto, debe ser justificable.

El Enfermo Imaginario

 

 

Me he tomado la libertad de utilizar el título de la famosa obra de Molière, para encabezar lo que quiero contaros hoy…

Quizá conozcáis a alguna persona que está demasiado pendiente de no contraer ninguna enfermedad, para lo cual pone todos los medios a su alcance… O alguien que se preocupa tanto de su salud que cualquier cosa que le «sale de ojo» lo interpreta como un síntoma evidente de una enfermedad, tal vez, incluso, grave.

A este individuo le llamamos hipocondríaco. Y observamos que, en algunos casos, los que le rodean pueden llegar a burlarse de él, tachándole de exagerado, miedoso, fácilmente sugestionable, etc.

Pero no se toma conciencia, en realidad, del gran problema que supone para quien lo sufre y para sus más allegados y de la angustia que puede generar esa situación. Porque de eso se trata, principalmente: de Angustia.

Dejadme ahora que me enrolle un poco para hablaros de esto:

La Hipocondría supone una «sobrevaloración», porque se aumenta exageradamente el valor de algo. Supone una «sobrevaloración angustiosa», porque al reconocerlo como maligno, produce un sentimiento de pánico. Y esta sobrevaloración angustiosa se hace por la sospecha de unos síntomas que, objetivamente, no son tales. Es decir, que todo se complica más aún porque eso que se catalogaba como peligroso o, incluso, letal, realmente no se puede clasificar así ya que, realmente (valga la redundancia), no existe.

Es, por poner un ejemplo, el hecho de tener la seguridad de que ese pequeño lunar que lleva en el hombro desde la infancia, se trata, bajo esa especial óptica, de un síntoma evidente del cáncer de piel que ha empezado a corroer su cuerpo para matarle definitivamente…

… O de que esa venita roja que ha aparecido una mañana en el ojo es, sin duda, la prueba que necesitaba para confirmar sus temores de que va a quedarse ciego.

Sin embargo, todo esto no es tan simple como parece.

En el hipocondríaco se dan dos características básicas que definen claramente su personalidad:

Por un lado, nos encontramos con un componente depresivo, que hace que algo se vea totalmente negativo y sin la más mínima esperanza de solución.

Por otro, aparece un componente obsesivo, que lleva al individuo a centrarse exclusivamente en eso que ve como negativo, llegándole a impedir cualquier posibilidad de descubrir otras cosas que sí podrían resultar positivas.

Todo esto, sumado a la preocupación constante por ese fin que se teme y que se ve tan próximo, sumergen al hipocondríaco en la Angustia que, cerrando el círculo, le lanza, nuevamente, a la espiral de la depresión y la obsesión.

Luego, y quizá en un plano menos conflictivo, se pueden descubrir también rasgos hipocondríacos en otras personas que, sin llegar a estos extremos de depresión y angustia, se muestran constantemente preocupadas por su salud y por el funcionamiento de sus órganos, obsesionándose lo suficiente con ello como para observarse a sí mismos constantemente, en busca de algo que confirme sus temores.

No obstante, el hecho de necesitar, con bastante frecuencia, que les hagan revisiones médicas, genera molestias a su alrededor. Lo que provoca que perciban un cierto rechazo o, incluso, como decía antes, que se burlan de ellos.

Esto puede complicarse cuando, por evitar ese rechazo, se erigen en médicos de sí mismos y comienzan a automedicarse consumiendo ávidamente y sin control alguno, medicamentos que, en el mejor de los casos, no les sirven para nada; pero que, en ocasiones, pueden provocar un daño severo en su organismo… Y esto sí sería real.

Conclusión… El problema es importante.

… Y es más frecuente de lo que creemos.

Si lo percibimos en nosotros mismos o en alguien de nuestro entorno, sería aconsejable consultarlo con un psicólogo, para tratarlo convenientemente… Porque hay que evitar, por todos los medios, que llegue a los extremos angustiosos que citaba más arriba.

Porque esa Angustia, por sí sola, puede causar graves daños en quien la padece…

Daños tanto psicológicos como fisiológicos…

Y esto ya son palabras mayores, porque estamos hablando de SALUD… De tener BUENA SALUD….

O sea, estamos hablando de una CUESTIÓN VITAL.