Archivo por meses: diciembre 2013

Somos adivinos…?

 

A veces lo creemos, sí; o al menos, nos comportamos como tales.

No hago esto porque me van a decir tal cosa… No digo esto porque seguro que no le va a gustar.

¿Cuántas veces lo hemos dicho? ¿Cuántas veces lo hemos pensado?

Muchas, muchas, muchas veces.

¿Y esto otro?… Ya sé lo que estás pensando… Seguro que crees que…

Es decir, como nosotros nos creemos adivinos, pensamos que los demás también lo son. Y de la misma manera que nosotros creemos saber lo que piensan ellos, pensamos que también ellos saben lo que pensamos nosotros.

Sin embargo, hasta donde yo sé, todavía no hemos desarrollado la facultad de la telepatía. Quizá podríamos desarrollarla, no lo dudo. Nuestra mente es un pozo sin fondo, lleno de ilimitados recursos cognitivos… pero, por suerte o por desgracia (vete tú a saber), a día de hoy, sólo utilizamos unos pocos, muy pocos.

Lo cierto es que esta «adivinación» no supondría ningún problema si no fuera porque constituye el origen de muchos de los conflictos que tenemos en nuestras relaciones con los demás; ya sean relaciones de pareja, laborales, sociales, de amistad, etc.

Porque nos hace «dar por ciertas» determinadas suposiciones que de «reales» sólo tienen las letras con que las escribimos o las palabras con que las formulamos.

No podemos pensar, de ninguna manera, que el otro sabe cómo nos sentimos si no se lo decimos. De la misma forma que no sabemos con seguridad qué siente o qué piensa el otro si él no nos lo dice.

Os pongo un ejemplo. Voy a ver a un amigo, llego a su casa y le encuentro llorando. Lo primero que pienso es que le ha pasado algo malo, o que algo le ha entristecido. Y me asusto o me preocupo y empiezo a montarme una película catastrófica, donde ya me veo como la salvadora del mundo universal, y le abro mis brazos para que se desahogue conmigo… Pero… ¡ja!… Resulta que me dice que le acaban de dar la noticia más maravillosa de su vida y que se ha emocionado tanto que no ha podido aguantar las lágrimas…

¡Y genial! ¡Fantástico!… Mi amigo es feliz y está llorando de pura felicidad. Y me alegro tantísimo que yo también me pongo a llorar con él… ¿Pero qué pasa con todo lo que he pensado yo? Poco menos que se me queda cara de tonta y lo más que acierto a decir después es:… ¡Uff, qué susto me habías dado!

Sin embargo… si hemos de ser sinceros, realmente no ha sido él quien me ha asustado. He sido yo misma la que me he asustado a mí misma… con mis suposiciones y mis «dotes adivinatorias»…

Ahora bien… no todo es tan simple… Muchas relaciones de pareja fracasan por jugar a ser adivinos, o por creer que el otro lo es.

Porque si suponemos cosas que no son, con esas suposiciones nos montamos nuestras películas o nuestras teorías; con nuestras teorías, tomamos decisiones; una vez que decidimos, pasamos a la acción y, a partir de ahí, el embrollo está servido… Y todo por una suposición errónea…

Que se puede complicar más aún cuando el otro supone, juega a adivinar y piensa:… Claro, si hace esto es por esto; y si ha tenido esta reacción, es por esto otro; pero no se lo digo, porque seguro que piensa tal cosa… ¡uff!…

No obstante, eso sólo es lo que piensa cada uno que piensa el otro; sin saber qué es, en verdad, lo que piensa el otro, sencillamente porque no se lo ha preguntado, o porque el otro no lo ha dicho.

En fin… un buen lío.

Así pues, vamos a dejar las «adivinanzas» sólo para cuando estemos jugando. Porque… como dicen en mi tierra:…

«El creíque y el penséque son hermanos del tonteque».

 

 

Algo sobre la Insatisfacción

 

¿Te sientes insatisfecho?

¿Por qué?

A veces, nos sentimos así y nos preguntamos cómo hemos llegado a ese punto; pero no encontramos la respuesta.

Porque, en nuestro fuero interno, reconocemos que no tenemos motivos para ello. No hemos sido víctimas de algo terrible; no hemos sufrido ninguna catástrofe y nuestra vida se puede considerar «normal».

Sin embargo, nos sentimos frustrados… Y la causa está en el «querer y no poder». En el hecho de ser conscientes de que podríamos disfrutar de algo que no tenemos o de que podríamos vivir de una determinada manera y no encontramos la forma de conseguirlo.

Me vais a disculpar, pero hoy me voy a extender un poco más de lo habitual, para poder responder adecuadamente a esta cuestión que muchos de vosotros me habéis planteado.

¿Os habéis parado a pensar en la cantidad de cosas que nos rodean que, de puro inútiles, se hacen indispensables?…

Si nos fijamos en la publicidad, cualquiera que sea su medio de difusión, podemos observar escenas, palabras, imágenes que, bajo su normal apariencia están pensadas para que un determinado y puede que inútil producto sea no sólo vendible sino insustituible.

No obstante, si lo analizamos desde un punto de vista lo más objetivo posible, lo que en realidad nos convence para adquirir dicho producto, no es el producto como tal; sino la felicidad, el buen nivel de vida, la alegría o el atractivo que derrochan los figurantes que intervienen en esa publicidad.

Es decir, los dardos publicitarios se dirigen, siempre y sin excepciones, a nuestros aspectos más vulnerables, de tal manera que la comparación entre esos mensajes y nuestra vida real es tan brutal y tan negativamente desproporcionada, que hace que surja en nosotros la necesidad de adquirir ese producto y, si no se adquiere, nos vemos como unos desgraciados y nos sentimos insatisfechos.

Porque todos, sin excepción, buscamos la felicidad, la belleza, la comodidad, etc., y si buscamos todo esto en cualquier esquina, en cualquier producto, en cualquier situación o con cualquier compañía es porque nos han enseñado y nos han convencido de que podemos conseguirlo ya, con sólo decir «lo quiero».

Vale. Pues ahora vamos a fijarnos en algo que considero importante.

Observad a un niño pequeño. Un niño que, por su corta edad, no se percata apenas del bombardeo publicitario.

¿Y qué veis?… Lo que veis es un niño que está feliz, que disfruta con lo que tiene y con cualquier cosa que cae en sus manos. Que es capaz de ver, en una simple caja de cartón, el juguete más alucinante.

Sin embargo, a medida que va creciendo, a medida que se va fijando más en lo que le rodea, empieza a ir aumentando sus necesidades; que no son básicas, pero que se convierten en básicas.

Me explico: puede que su supervivencia física esté asegurada sin ellas; pero su supervivencia emocional (si me permitís la expresión) empieza a verse seriamente amenazada si no satisface esas necesidades, y todo porque ya le están llegando los dardos publicitarios que antes os decía.

Las consecuencias de esto, cuando se tiene una personalidad débil o sin grandes recursos defensivos, son tremendas. Porque uno se siente menos que los demás… Y en ese punto es donde entramos en barrena.

Y es entonces cuando empiezan a aparecer los síntomas de la insatisfacción. Porque lo que tenemos ya no nos llena lo suficiente y no podemos sentirnos completos sin eso otro que hemos visto, que los demás ya tienen y que, por eso mismo, seguro que es necesario; porque si no fuera necesario, los demás no lo tendrían; y como es necesario, hay que conseguirlo; porque de lo contrario, no nos sentimos bien… ¡uff!…

Ya Sócrates, hacia el año 500 a.C., decía a sus discípulos algo así como: «Fijaos cuántas cosas innecesarias necesita hoy la humanidad». Y yo me pregunto, si eso fue hace 2.500 años, ¿qué diría si viviera ahora?

Esta Sociedad saturada, intransigente, vendible y comprable; esta sociedad que preconiza el Consumo nos lleva, envueltos en su vorágine, a que terminemos por consumirnos a nosotros mismos. Nos lleva a nuestra propia consumición.

La Insatisfacción es un compendio de sensaciones negativas las cuales llegan realmente a doler, vapuleando al individuo, haciéndole sufrir, empobreciendo su calidad de vida y jugando con sus expectativas de futuro.

Sería deseable encontrar el remedio adecuado, pero no puede hablarse de panaceas universales. Así pues, la solución está en uno mismo. La solución está en ser capaces de priorizar y de rechazar… ¡Que no pasa nada por hacerlo alguna vez!…

No voy a ponerme moralista y no empezaré ahora con eso del conformismo. Creo que, más bien, el quid de la cuestión está en nuestra personalidad; cuanto más segura, cuanto menos influenciable, cuanto más centrada y equilibrada, mejor.

Pensadlo un poco… y ya me diréis.